La construcción se enfrenta a la gran revolución en el siglo XXI, este sector ha aplicado de forma más lenta los avances tecnológicos de estos 20 años, lastrado en parte por la aplicación del CTE (código técnico de la edificación) desde el año 2006, y el pinchazo de la burbuja inmobiliaria de 2008, problemas que no dejaban lugar a la innovación y la aplicación de nuevas tecnologías.

En esta nueva etapa, con el comienzo de la recuperación, han aparecido nuevos actores, que han venido a revolucionar y actualizar el sector de mejor o peor manera. Empresas donde los protocolos y la optimización de procesos tiene una importancia capital. Donde todo está acotado y no hay lugar para las modificaciones, pues sus números son claros y ajustados a unos costes y unos plazos que en raras ocasiones son movibles.

Esto lleva a la firma de contratos cerrados, sin capacidad de movimiento o reacción ante cualquier imprevisto, éstos son asumidos, en gran medida, por las contratas, pues son estas quienes los detectan y resuelven en la fase de obra.

Dichos imprevistos son asumidos, en gran medida, por el eslabón de la cadena que se los encuentra y los tiene que resolver. Esta parte de la cadena, las contratas, que no han terminado de adaptarse a las nuevas reglas del juego, y pagan con sus beneficios las posibles faltas de las fases anteriores a la obra, desde la planificación, el estudio de mercado, el proyecto,...

Esto ha llevado en este tiempo de recuperación que asistamos a que los concursos de acreedores, que antes presentaban promotoras y constructoras, ahora sean estas últimas las que se están llevando la peor parte.

Situación que no beneficia a nadie, pues arrastra consigo a un rosario de empresas que sufren la pérdida, no de las posibles ganancias, sino del trabajo realizado y que se queda paralizado por tiempo indefinido y que en caso de cobrarse se hará con un descuento, también indefinido.

Por lo que, queda aquello de “renovarse o morir” o más bien, “renovarse o seguir malviviendo”.